Los conceptos “derechos” y “humanos” pueden operar conjuntamente como disposiciones objetivas que encuentran su criterio de corrección en el actuar respecto de las normas.
Para justificar esto, nos enfocaremos en las críticas historicistas que Richard Rorty (1998) esgrime en contra de las concepciones esencialistas de los derechos humanos.
Sostenemos que Rorty acierta al mostrar que no es necesario apelar a esencias para defender los derechos humanos, pero resulta insuficiente, pues su historicismo sentimentalista conduce a un relativismo normativamente inoperante.
Argumentaremos, también, que, al comprender los derechos humanos como disposiciones normativas, es posible ser objetivistas sin necesidad de ser esencialistas, pluralistas o caer en el sentimentalismo relativista.
Salvaguardar los derechos como disposiciones
La concepción esencialista de los derechos humanos encuentra sus fundamentos en la tradición iusnaturalista que viene, por lo menos, desde Platón, pasando por Aristóteles y el tomismo, y que se extiende hasta la modernidad en el iusnaturalismo protestante, de John Locke, hasta su declaración en el marco de la independencia norteamericana y la Revolución francesa (Cfr. Hierro, 2016).
La tesis central de esta postura es que la persona humana posee una esencia única como condición necesaria para fundamentar la ética, la cual, a su vez, opera como base para toda teoría de los derechos humanos.
A pesar de las objeciones kantianas a la posibilidad de fundar el derecho en la moral y la crítica de Moore a la falacia naturalista (que el deber ser se deriva del ser) han atemperado el esencialismo en estos términos, lo cierto es que la idea de naturaleza humana fundante y central para toda concepción práctica de la creatura humana se ha mantenido como base del esencialismo y sus disputas frente al iuspositivismo y el historicismo.
Lo interesante, en términos modernos, es que, a raíz del robustecimiento de las ciencias naturales, en especial la biología, el esencialismo no sólo apela a una naturaleza humana, cuyo gesto distintivo sería un elemento o propiedad espiritual o divina que le otorgaría un gradiente de dignidad ontológica superior, sino que también se refleja en el neoaristotelismo (MacIntyre, 2004 y Foot, 1958) o en el naturalismo científico (Cfr. Dennett, Pinker y Hauser 2007).
Es decir, en la idea de que la naturaleza humana puede rastrearse a la luz de la constitución genética y evolutiva, la cual determinaría los derechos que nos son fundamentales e inherentes. El esencialismo, ya sea metafísico o naturalista, sostiene que éstos son de carácter fundamental, intrínsecos a toda creatura humana, lo que los hace universales, innegociables e incorruptibles frente a las contingencias históricas y sociales.
Bajo esta concepción, los derechos humanos son la expresión necesaria y suficiente de aquello que debe salvaguardarse en todo tiempo y lugar para garantizar que se proteja la naturaleza y la dignidad humana en sí misma.
En este sentido, para el esencialismo, las creaturas humanas, al hacer explícitos estos derechos, se constituyen como personas que gozan de ciertas propiedades absolutas que están por encima de contextos históricos y contingencias situacionales.
De manera general, el esencialismo sostiene que “todo bien común de una sociedad debe ser parte de una interacción de una ley positiva o humana enraizada en la naturaleza humana” (Lisska, 1996).
El argumento para mostrar lo inoperable del esencialismo es el siguiente:
P1: Si los derechos humanos son esenciales; entonces, no podrían violentarse (dejar de manifestarse).
P2: De hecho, los derechos humanos pueden violentarse.
C: Los derechos humanos no son esenciales (modus tollens de P1 y P2)
La educación sentimental
La sugerencia de Rorty respecto de cómo se caracteriza y promueve el sentimentalismo como la mejor alternativa frente al esencialismo es terapéutica: más que dar una respuesta sobre la naturaleza humana, debemos abandonar las preguntas de ese tipo, olvidarnos de la pregunta “¿Cuál es nuestra naturaleza?” y sustituirla por “¿Qué podemos hacer de nosotros mismos?” (Rorty, 1998: 222).
Debemos, también, dejar de considerar que la ontología (propiedades esenciales), la historia (situaciones esenciales) o la etología (propiedades naturales) pueden funcionar como “guía para la vida” (Rorty, 1998: 223). En este sentido, para Rorty “la pregunta sobre si los seres humanos realmente tienen los derechos enumerados en la Declaración de Helsinki no merece la pena de plantearse” (Rorty, 1998: 224).
Por ello, el autor sostiene que “nada que sea relevante para la decisión moral separa a los seres humanos de los animales excepto ciertos hechos del mundo históricamente contingentes, hechos culturales” (Rorty, 1998: 224).
Dicha postura constituye lo que podemos llamar núcleo del historicismo sentimentalista, el cual, vía los sentimientos más que las razones y la empatía afectiva más que el vínculo necesario y metafísico, permite que el relativismo cultural y la “cultura de los derechos humanos” sean compatibles.
Para Rorty, “La superioridad de la cultura de los derechos humanos no es un argumento a favor de la naturaleza humana universal” (Rorty, 1998: 225), sino un fenómeno que le da preeminencia a ciertas prácticas sociales que propician el respeto de la dignidad y la solidaridad: la superioridad de la cultura de los derechos humanos no es ontológica ni epistemológica, sino moral.
El historicismo sentimentalista pretende que cambiemos nuestras intuiciones a partir de “manipular nuestros sentimientos” (Rorty, 1998: 226). Afirma, entonces, que “el surgimiento de la cultura de los derechos humanos no parece deberle nada a un incremento del conocimiento moral, pero sí todo a las historias tristes y sentimentales que nos han relatado” (Rorty, 1998: 226).
Así que la cultura de los derechos humanos debería justificarse y construirse como una especie de educación sentimental y abandonar la idea de que “la razón es más fuerte que el sentimiento” (Rorty, 1998: 237).
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Para saber más
Karemm Danel, ¿Conoces las ramas del Derecho?, Universidad Intercontinental.