Por María Teresa Muñoz Sánchez|
Docente de la Licenciatura en Filosofía
El concepto de ciudadanía presenta contradicciones internas cuando se atiende a su definición legal. No es un tema menor si consideramos los problemas que enfrentan millones de personas al concentrarse delante de las fronteras de Europa occidental y al Sur de Estados Unidos.
Me preocupa especialmente la asociación que se hace, desde la modernidad, entre ciudadanía, nacionalidad y derechos. Este vínculo está fuertemente atado no a la noción de inclusión, sino a la de exclusión.
Aunque, en efecto, es muy difícil imaginar una ciudadanía que no comporte una dimensión colectiva —lo que precisamente señala la noción de “comunidad de ciudadanos”, a la que se refieren los derechos y las obligaciones— no es inevitable que la comunidad se defina como nación, o nacionalidad, definición impuesta en la modernidad.
La identificación de la comunidad de ciudadanos con la nación no únicamente la somete a la soberanía del Estado, sino que introduce un dilema en materia de exclusión e inclusión. En la actualidad, las discriminaciones “internas” (por ejemplo, de sexo o de raza) permanecen —no sin luchas, naturalmente—, aunque parecen cada vez más contradictorias con el principio de igualdad de derechos inherente a la ciudadanía “universalista” moderna. Por el contrario, las discriminaciones “externas” (entre “nacionales” y “extranjeros”) parecen inevitables y justificadas por el principio de comunidad mismo. Sin embargo, la “frontera” entre los ciudadanos y quienes no lo son se manifiesta más y más de manera inestable y arbitraria en una época de grandes migraciones poscoloniales y de globalización.
El concepto de ciudadanía
Ciudadanía es un concepto de múltiples dimensiones. Tiene, sin duda, una dimensión legal, pero también constituye un ideal político igualitario y una referencia normativa para las lealtades colectivas. Implica, en principio, una relación de pertenencia con una determinada politeia (es decir, comunidad política), una relación asegurada en términos jurídicos y también denota una forma de participación en los asuntos públicos. De manera que bien podemos afirmar que se trata, por un lado, de una condición de status y, por otro, de una práctica política.
Un texto canónico sobre ciudadanía es el de Thomas Humprey Marshall, Ciudadanía y clase social, publicado en 1950 (Marshall y Bottomore, 1998, p. 37). He aquí su ya clásica definición:
La ciudadanía es aquel estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad. Todo el que lo posee disfruta de igualdad tanto en los derechos como en las obligaciones que impone la propia concesión.”
La ciudadanía equivale, pues, al status legal que recoge los derechos que el individuo puede hacer valer frente al Estado. En la concepción de Marshall, los derechos sociales serían aquellos que posibilitan que los sujetos más desfavorecidos se integren en la corriente principal de la sociedad y ejerzan plenamente sus derechos civiles y políticos.
Nótese entonces que, en esta definición, el concepto de ciudadanía queda reducido a su dimensión legal. Sin embargo, como defenderé, es importante entenderlo también como un ideal político igualitario y como una referencia normativa para las lealtades colectivas.
En el debate sobre la ciudadanía, confluyen y se enfrentan al menos dos lenguajes políticos diferentes: bien como “condición legal” (la plena pertenencia a una comunidad política particular), asunto del que se ha ocupado en extenso el liberalismo, o bien como “actividad deseable” (vinculada a la participación en el destino de la comunidad política), tema más cercano a las preocupaciones del republicanismo.
Para los liberales, la ciudadanía representaría el estatuto jurídico que sirve de soporte para los derechos que puede disfrutar un individuo. Por su parte, en la acepción republicana, la ciudadanía gira en torno al asunto de las virtudes públicas; en otras palabras, el concepto de ciudadanía se cifra en un discurso sobre las virtudes del buen ciudadano, definidas éstas como un conjunto de predisposiciones hacia la participación en los asuntos de vida en común.
Desde esta última perspectiva, se identifica con el autocontrol democrático, es decir, con la capacidad de autogobierno de los sujetos mediante la participación en la esfera pública. Tal capacidad, como explicaré más adelante, se vincula con la noción de identidad cívica.
Marshall no imaginaba cuántas confusiones se originarían cuando en 1950 dio a conocer su definición de ciudadanía. Ella asoció al status de ciudadano el conjunto de derechos que desde la Revolución Francesa se atribuyen a las personas. De este modo, se asimiló el status de la ciudadanía política al status de la personalidad jurídica.
Debido a esa confusión subyacente en la doctrina sociológica de la ciudadanía, muchos hablan de “derechos ciudadanos” como equivalentes de “derechos fundamentales” o “derechos humanos”. Pero lo cierto es que, conforme a los ordenamientos jurídicos positivos nacionales y supranacionales, los derechos políticos se atribuyen al ciudadano y el resto de los derechos fundamentales o derechos del hombre se confieren a los seres humanos, independientemente de su ciudadanía.
Cuando se niega esto, cuando se confunden la condición de ciudadano con la de persona jurídica, se legitima la exclusión del sistema de derechos fundamentales de los no ciudadanos. Esto es, se les niega el derecho a tener derechos.
El derecho a tener derechos
El dictum “derecho a tener derechos” fue introducido por Arendt en la segunda parte de su obra Los orígenes del totalitarismo, dedicada al tema del imperialismo. En el capítulo nueve, titulado “La decadencia de la Nación-Estado y el final de los derechos del hombre”, podemos leer lo siguiente:
Llegamos a ser conscientes de la existencia de un derecho a tener derechos (y esto significa vivir dentro de un marco donde uno es juzgado por las acciones y las opiniones propias) y de un derecho a pertenecer a algún tipo de comunidad organizada, sólo cuando aparecieron millones de personas que habían perdido y que no podían recobrar estos derechos por obra de la nueva situación política global.” (OT, II, 430)
El derecho a tener derechos significa vivir dentro de un marco donde uno es juzgado por sus acciones y opiniones. Este marco, dado por lo que Arendt denomina mundo común (de ello hablaré un poco más adelante), les es negado a todos aquellos que no comparten derechos civiles, sociales y culturales bajo el cuidado de un determinado Estado nación. Y lo que se les está negando es algo más fundamental que el derecho a la libertad o a la justicia, que son derechos ciudadanos, lo que se les está negando es su pertenencia a una comunidad, a un mundo común. De este modo, se les imposibilita la acción y la opinión, y con ello, la posibilidad de constituir su identidad.
En el citado ensayo de Arendt, escrito en 1951, encontramos un análisis de las condiciones que condujeron al ascenso del totalitarismo; es dramático constatar que nos permiten explicar lo que está pasando con los sin papeles, los refugiados y, en muchos casos, con los migrantes en nuestros días: que los derechos humanos se pierden cuando se pierde la “ciudadanía”.
Dicho de otra manera, la privación de los derechos humanos empieza por la privación de un lugar en el mundo. Los derechos humanos parecen no tener sentido al margen de la ciudadanía política.
Para Arendt, la identidad propia del ser humano es la que pone de manifiesto su condición de ser-en el mundo, la capacidad de aparecer en el espacio público, actuando. La auténtica identidad no es un dato de nuestra historia natural, por el contrario, es un artificio.
Se distingue así entre el hombre natural, un sujeto que está al margen del cuerpo político, y el ciudadano. En la esfera privada, los seres humanos disponen de una identidad natural, lo dado, pero ésta no les diferencia, no los hace singulares. Sólo a través de la acción y el discurso en la esfera pública, el sujeto revela su singularidad. Mediante la acción, los ciudadanos devienen políticamente iguales al tiempo que singulares, en tanto su identidad —una identidad propia y que por ello los hace distintos unos de otros— se muestra, se construye, aparece en el espacio público. Lo que se muestra en el espacio público es la singularidad del sujeto en su actuación. La aparición en el espacio público supone la construcción de una identidad que viene dada por el reconocimiento de nuestra singularidad que hacen los otros.
Siguiendo la tradición griega, Arendt concibe la acción y el discurso como las actividades constitutivas del núcleo de la política y deposita en ellas la dignidad que diferencia al hombre de los animales. Todo individuo en el momento de su nacimiento dispone de una identidad “natural”, pero ésta no es la que lo hace propiamente humano. Será su aparición en el espacio público lo que dote al sujeto de identidad. De manera que identidad y ciudadanía, entendida como pertenencia y participación en una comunidad política, son categorías que en la ontología política arendtiana se coimplican.
Este énfasis en el concepto de identidad nos permite recuperar una noción de ciudadanía que no depende de una determinada relación de pertenencia, sea ésta un linaje, una etnia o una nación ni al dominio de una lengua ni a un lugar de nacimiento, sino que se asocia fundamentalmente con el hecho de compartir una vida en común en el marco de una comunidad política.
La concepción de la política recién esbozada se basa sobre todo en una idea de la ciudadanía activa, cuyo valor fundamental se centra en la participación cívica y la deliberación colectiva sobre todos los asuntos que conciernen a la comunidad política. La referencia no es, pues, la pertenencia a una nación (entendida en su sentido de comunidad de historia, lengua y tradiciones culturales), sino, como ya se ha indicado, la integración en una politeia.
Tenemos así un rasgo central de la noción: la identidad entendida en términos políticos, esto es, como aparición en el espacio público. Esta identidad se construye en lo que Arendt denomina mundo común. Y éste “no es idéntico a la Tierra o a la Naturaleza, como el limitado espacio para el movimiento de los hombres y la condición general para la vida orgánica […] Vivir juntos en el mundo significa en esencia que un mundo de cosas está entre quienes lo tienen en común” (La condición humana, p. 61-62).
Así pues, este mundo común es el espacio en el que nos movemos unos con otros, nos comportamos y reconocemos recíprocamente. Lo común para nosotros no es una concepción general del bien o de lo moral y políticamente correcto que todos tendríamos que compartir, sino más bien un espacio público que es creado a partir de la expresión pública de la pluralidad de juicios, de la pluralidad de opiniones. El mundo común es “el espacio en el que las cosas se vuelven públicas”.
Identidad cívica y mundo común son condiciones de posibilidad de la acción y constituyen, en definitiva, los elementos estructurantes irrenunciables de la noción de ciudadanía que me interesa rescatar. Esto no significa renunciar a la concepción de la ciudadanía como status legal, sino dotarle de su sentido pleno, evitando así la reducción de la ciudadanía política a la personalidad jurídica.
A lo largo del siglo XX se ha venido produciendo un desplazamiento, una identificación entre los derechos civiles y los derechos humanos. Estos últimos deberían ser considerados independientes de la ciudadanía, entendida en términos legales, y la nacionalidad.
Sin embargo, se ha producido una identificación que sujeta los derechos humanos al Estado nación y a la condición legal de ciudadano. De manera que, como bien señala Arendt, “los Derechos del Hombre, supuestamente inalienables, demostraron ser inaplicables […] allí donde había personas que no parecían ser ciudadanas de un Estado soberano” (Orígenes del totalitarismo, t. II, p. 426).
Al identificar la ciudadanía con la condición de sujeto de derechos y, al mismo tiempo, reducir los derechos humanos a derechos civiles, se excluye a miles de seres humanos, se les priva del derecho a tener derechos. Esta carencia se manifiesta, como veremos más adelante, en la privación de un lugar en el mundo que haga significativas las opiniones y efectivas las acciones (Orígenes del totalitarismo, t. II, p. 430).
En la actualidad, podríamos decir, como hace más de 65 años dijera Arendt, que la mayor paradoja de la política, la más irónica, es la discrepancia entre la insistencia general en los “Derechos Humanos inalienables”, disfrutados, si acaso, únicamente por los ciudadanos de los países más prósperos, y la situación de quienes carecen de tales derechos (Orígenes del totalitarismo, t. II, p. 407-408). La realidad es que tener derechos hoy depende de recibir por parte de un Estado nación la condición jurídica de ciudadanía.
Esta situación de facto ha llevado a distintos teóricos a sostener que la noción del derecho a tener derechos debe entenderse como un derecho moral. Hay un uso de la expresión “derecho a tener derechos” donde el concepto de derecho evoca a un imperativo moral que podría formularse en los siguientes términos, (uso sus palabras): “«Se debe tratar a todos los seres humanos como personas pertenecientes a un grupo humano y a quienes corresponde la protección del mismo». Lo que se invoca aquí es un derecho moral a la membresía y una cierta forma de trato compatible con el derecho a la membresía. (Benhabib, Los derechos de los otros, p. 50)
Se trata de un mandato moral de no violar el derecho a la humanidad en una persona singular. El derecho a tener derechos lo otorga la Humanidad y quién recibe es una persona moral en tanto parte de la Humanidad. Así, el derecho a tener derechos trasciende la contingencia de nacimiento o pertenencia a una etnia o nación. Este derecho sólo puede realizarse en una comunidad política a la que se pertenece no por razones de raza o nacimiento sino por la participación en la vida pública con acciones y discursos.
Este planteamiento nos permite ir más allá de los modelos que centran la noción de ciudadanía en el marco jurídico al revisar la idea misma de derecho humano desde un planteamiento moral. Se trata de poner el acento en el proceso de constitución de la identidad. Como vimos líneas arriba, la identidad no es un dato de nuestra historia natural sino una construcción llevada a cabo a través de la acción y el discurso. Así la interacción, el reconocimiento y la comunicación con los otros en un mundo común son elementos irrenunciables del concepto de ciudadanía.
Conclusión
Si aspiramos evitar las internas contradicciones a las que nos conduce la definición jurídica de la ciudadanía, debemos entenderla como un principio de articulación de la vida pública. Dicho principio tiene en su seno una profunda exigencia moral. No se trata de un concepto de ciudadanía entendida como una identidad entre otras ni como la identidad dominante que se impone a otras, sino como el derecho moral fundamental de toda persona, “el derecho a tener derechos”.
Si se suprime este bien inestimable, lo que queda es un apátrida, humillado y degradado que no tiene derecho “no es idéntico a la Tierra o a la Naturaleza, como el limitado espacio para el movimiento de los hombres, y así está ocurriendo en la realidad, a la protección jurídica de ninguna nación y ninguna nación defiende sus derechos en su nombre.
En los apartados previos, he defendido la existencia de un derecho moral fundamental de todo ser humano, el “derecho a tener derechos”. Éste consiste en la demanda de ser reconocido por otros como persona merecedora de respeto moral y, además, acreedora de derechos legalmente garantizados en el seno de una comunidad humana.
Cada persona humana tiene derecho a ser reconocida y protegida por la comunidad mundial. Esta manera de concebir el “derecho a tener derechos” implica la demanda de derechos jurídico-políticos imprescindibles para el desarrollo de la identidad propia del ciudadano.
Dada esta caracterización de la ciudadanía y del derecho humano fundamental, es preciso repensar las formas de participación política, y es imprescindible también imaginar cómo definir derechos y obligaciones de los “ciudadanos” a nivel transnacional, es decir sobre la base de la reciprocidad y el reconocimiento más que a partir de una pertenencia.
Es necesario reivindicar hoy más que nunca el ideal de ciudadanía clásica. No como una vuelta nostálgica a un pasado perdido sino como un ejercicio de la imaginación para pensar formas de ciudadanía futura. Ensanchar y modificar cualitativamente la noción de “comunidad de ciudadanos” en sentido cosmopolita se convierte así en la tarea y el desafío más difíciles de estos momentos de profunda crisis política internacional.