La única sabiduría que define al cristiano es la “ciencia” de la cruz. Vivir en Cristo es reconocer, llenos de exultación y de temor reverencial, que el amor infinito que Dios es, se encarnó, habitó entre nosotros y nos amó hasta el extremo de la muerte, sin nosotros merecerlo. Ser discípulo de Cristo es esforzarse por hacer de la propia vida una penetración existencial en el misterio de la cruz, a fin de ser transformados a semejanza del Pastorcico que “a cabo de un rato, se ha encumbrado sobre un árbol, do abrió sus brazos bellos, y muerto se ha quedado asido dellos, el pecho del amor muy lastimado”.[1]
La verdad que habita en el corazón de todo cristiano es que Cristo crucificado es, a un mismo tiempo, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas y la oveja llevada al matadero, por los pecados del hombre. El Buen Pastor y el Siervo de Yahvé, son rostros de Dios que se iluminan mutuamente: porque Cristo es el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas y se olvida de sí por amor a cada una de ellas, toma el lugar de éstas: carga sobre sus espaldas con sus pecados, a fin de sanarlas y devolverles su capacidad para escuchar la voz del Padre, que las llama amorosamente para que tomen su sitio en la mesa del Señor y participen de la vida eterna.
En los Cánticos del Siervo de Yahvé, los cristianos reconocieron el anuncio de Cristo, quien “siendo de condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo” (Flp 2, 6). En la entrega amorosa de Jesús, se cumplió la descripción del justo que ofrecería sus espaldas a los golpes; de quien se dejaría abofetear, sin intentar siquiera ocultar el rostro de las injurias de sus perseguidores. Por lo cual dice san Mateo que “Así se cumplió lo que había anunciado el profeta Isaías: Él tomó nuestras debilidades y cargó con nuestras enfermedades” (Mt 8,17).
Sin decir palabra, Jesús soportó las acusaciones de los judíos y las injurias de los soldados. “Pilato le dijo: «¿No oyes todos los cargos que presentan contra ti?». Pero Jesús no dijo ni una sola palabra” (Mt 27, 13). Más adelante, cuando los soldados romanos lo llevaron al patio del palacio y la tropa se reunió en torno a Jesús, comenzaron las burlas y humillaciones del que, siendo de naturaleza divina, mostraba su fuerza en la debilidad del amor al hombre. Los soldados “Le escupían en la cara y con la caña le golpeaban en la cabeza” (Mt 27, 30). Dada la violencia a la que fue sometido por amor a cada uno de nosotros, “muchos quedaron espantados al verlo, pues estaba tan desfigurado que ya no parecía un ser humano” (Is 52, 14). Él, no decía nada. Mas su silencio no nacía de la desesperación; sino del abandono amoroso en el Padre.
En su camino a la cruz, Jesús padeció el abandono del hombre. Con humildad, el Buen Pastor transformado por amor en oveja, quedó solo, “ajeno de placer y de contento, y en su pastora puesto el pensamiento, y el pecho del amor muy lastimado”.[2] ¿Qué lastimaba el pecho del amor divino? En palabras del profeta Isaías, “eran nuestras dolencias las que él llevaba, eran nuestros dolores los que le pesaban” (Is 53, 4). De la aflicción que padeció Jesús, no cabe decir nada. Su dolor debió haber sido infinito porque infinito era su amor al hombre; a la pastora que, sin reconocer el sacrificio del Buen Pastor, lo dejó allí olvidado e hizo su propio camino.
De la injusticia y la traición humanas, todos, desafortunadamente, tenemos cierta experiencia. Pero, a fin de aproximarnos un poco a la hondura de la cruz, ¿podemos siquiera imaginar el abandono que llevó a Jesús a gritar con voz potente, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46). ¿Sería posible imaginar el sufrimiento de quien, siendo de la misma esencia del Padre, sufrió su terrible abandono? Tal vez, la verdadera piedad no consista en pretender que podemos formarnos una idea aproximada del dolor que atravesó como una espada afilada el corazón de Jesús.
Lo único que alcanzamos a entender desde nuestra miseria, es que Cristo es el Siervo de Yahvé que carga con el odio, la violencia y la infidelidad de los hombres, para liberarlos de su egoísmo; para regenerarlos y hacerlos capaces de participar en el amor divino. En Cristo crucificado, “Dios se apropiará el mal del pueblo, su enfermedad y muerte”,[3] para devolverles la salud. En vez de exigir a los hombres la ofrenda de sus vidas en el nombre del Padre, Jesús “ofreció su vida como sacrificio por el pecado” (Is 53, 10). En eso se mostró el carácter ilimitado e incondicional del Dios enamorado que, siendo inocente, se hizo pecado para liberar a los hombres de pecado.
¿Qué le toca hacer al cristiano, para convertirse en discípulo de Jesús crucificado? No se trata de buscar cruces artificiales; es innecesario. Cada día va acompañado de su tentación: la enfermedad, el abandono, la soledad, la conciencia de la propia imperfección moral, el deseo de obrar el bien absoluto sin ser capaz de ello, el temor, la injusticia nacida del egoísmo, etcétera. A cada instante nuestra fe está siendo probada. Depende de nosotros decidir si, teniendo claro que Cristo fue el Siervo de Yahvé que murió por nosotros, hacemos cuanto está en nuestro poder para bajar a Jesús del madero o si, a semejanza de quienes los pusieron en la cruz, levantamos la mano para dar otro martillazo y clavamos en la cruz a Aquel que sólo por amor y para amar vino al mundo.
Cada acto de amor al prójimo es una oportunidad para aflojar los clavos de Cristo crucificado; para hacer que la Pasión y la muerte de cruz de Jesús, cobren sentido. Pues el lugar donde se ejercita la caridad, es el prójimo. El hermano es el rostro finito de Dios.
[1] San Juan de la Cruz, “Un Pastorcico”, en Obras Completas, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1994, p. 114 (canción 5). En adelante me referiré al poema mediante la sigla P, seguida del número correspondiente a la canción.
[2] P 1.
[3] F. Martínez, “He creído en el amor”, Barcelona, Herder, 2000, p. 42.