El hermoso relato de las apariciones de la Virgen de Guadalupe, conocido como Nican mopohua (NM), “Aquí se narra”, refiere que cuando Juan Diego debía llevar al obispo alguna señal para ser creído, el indígena simplemente ya no volvió. “Porque cuando fue a llegar a su casa, a su tío, de nombre Juan Bernardino, se le había asentado la enfermedad, estaba muy grave” (“Ye ica in icuac acito in ichan, ce itla, itoca Juan Bernardino, oitechmotlali in cocoliztli, huel tlanauhtoc”) (NM 95).
La palabra náhuatl cocoliztli designaba cualquier enfermedad, pestilencia o epidemia (Molina, Vocabulario [1571], II, f. 23v), como las muchas que se cernirían sobre la Nueva España entre la población, diezmando especialmente a los naturales. 1531 fue un año en que el cocoliztli asoló el valle de Anáhuac, enfermando de muerte al tío del visionario de Guadalupe. Así que Juan Diego partió muy de madrugada, dejando para después la encomienda de la Celestial Señora, con la finalidad de conseguir un sacerdote que administrara la extremaunción a su pariente, pues ya era incluso tarde para un médico.
En efecto, la enfermedad y la aflicción muchas veces nos llevan a olvidar el compromiso, la palabra empeñada. Y en el caso de Juan Diego a tal grado, que trató incluso de eludir a la Virgen de Guadalupe, yéndose por el otro lado del cerro; no fuese que lo detuviese la Señora para que llevase la señal pedida por Zumárraga. “Que primero nos deje nuestra tribulación” (NM 102), se repetía para sus adentros el vidente.
Pero la Virgen le sale de modo sorpresivo al encuentro y le pregunta a dónde se dirige. Juan Diego, avergonzado, le confiesa que primero irá a México en busca de algún sacerdote que prepare a su tío que está por expirar: “porque en realidad para ello nacimos, los que vinimos a esperar el trabajo de nuestra muerte” (“ca nel ye inic otitlacatque in ticchiaco in tomiquiztequiuh”), le dice resignado.
Lo que Santa María de Guadalupe le respondió representa, quizá, el momento más exaltado y esperanzador de todo el relato atribuido al sabio indígena Antonio Valeriano: “Escucha, ponlo en tu corazón, hijo mío, el menor, que no es nada lo que te espantó, lo que te afligió; que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas ésta ni ninguna otra enfermedad ni cosa punzante, aflictiva” (NM 118).
Y aún le consuela con las célebres palabras que nunca sobrará repetir:
Cuix amo nican nica nimonantzin? Cuix amo nocehuallotitlan, necauhyotitlan in tica? Cuix amo nehuatl in nimopaccayeliz? Cuix amo nocuixanco nomamalhuazco in tica? Cuix oc itla in motech monequi? (NM 119). | ¿No estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa? (NM 119). |
Pero aun en otros momentos de nuestra historia, la Virgen de Guadalupe ha intercedido ante su Divino Hijo para relevarnos de enfermedades y epidemias como las que perturban nuestro rostro, nuestro corazón en el momento actual. Una de las más conocidas fue con ocasión de la epidemia de matlalzáhuatl que asoló la Nueva España de 1736 a 1739, de la que hace tan prolijo recuento Cayetano de Cabrera y Quintero en su Escudo de Armas de México (1746).
Esta epidemia (que parece haber sido tifus) comenzó en un obraje de lana del pueblo de Tlacopan, hoy Tacuba, y llegó a ser tan intensa que “Herbian no solo, sino ardían à los últimos meses del año, primeros de la plaga, el Real, y demas Hospitales de México; y se abrasaban en enfermos en que herbian unos, y otros. [sic]” (Cabrera y Quintero, Esc. Arm., l. I, c. 7, no. 85, p. 37). Y en lo más álgido y difundido de la epidemia, el germen penetró en lo más recóndito de los hogares: “Caía muerto el marido, moribunda sobre èl su consorte, y ambos cadaveres eran el lecho en que yacían enfermos los hijos. Muchos halló la lástima asidos á los pechos de su difunta Madre, chupando veneno en vez de leche [sic]” (ib. l. I, c. 9, no. 108, p. 48). Difícil es imaginar una escena más ominosa.
Cuentan las crónicas que, tras buscar amparo y protección contra la epidemia en diversas advocaciones marianas, no cediera finalmente la enfermedad de no encomendarse toda la población a la Virgen de Guadalupe, lo que derivó en que, en 1737, la “jurasse su principal Patrona esta Ciudad” de México (ibid., l. II, c. 10, no. 354, p. 175), toda vez que “se propuso y confirió no hallarse otro remedio â Mexico venenosamente contagiada que abrigarse bajo el Celestial Escudo de Maria, y Ancil reservado en Guadalupe. [sic]” (id.) La Virgen del Tepeyac ya había demostrado históricamente su eficacia al “desarmar de su veneno” la fiera epidemia de cocoliztli de 1544, y al hacer retroceder las aguas de la gran inundación que cubrió a la urbe a partir de 1629.
La jura de la Virgen de Guadalupe como patrona de la Ciudad de México constituyó una efeméride decididamente fundacional, pues con el tiempo, derivaría en la jura del patronato de Santa María de Guadalupe pero sobre toda la Nueva España (1754).
Reflexionaba Cayetano de Cabrera y Quintero, a propósito de la sanación del tío Juan Bernardino —y, como él dice: “para aliento de nuestra confianza en asaltos de enfermedad [sic]”—, que María de Guadalupe, aún antes de estamparse en la tilma del sobrino de aquel, “ya era […] Escudo, y proteccion contra la hostilidad pestilente… [sic]” (Esc. Arm., l. I, c. 5, no. 65, p. 28), venida “del Cielo entre nubes, como Escudo de la salud” (id.).
Pero dice aún más este autor: que ese escudo de armas de aquellos reinos (hoy México), se halla gráficamente expresado en el ayate de Juan Diego, y lo “ostenta la bella Imagen de Maria Sma. en Guadalupe en aquel Ovalo, Círculo recortado, ú Escudo de Oro, que […] es el lazo; y preciosa joya, que le abrocha su purpurea tunica al cuello […] y es que el Escudo de que pende la tunica de Maria Sma. desde el cuello, se ve distintamente gravada con una cruz negra en campo de oro… [sic]” (ibid., l. I, c. 5, no. 67, p. 29).
Este escudo de armas y protección, estos blasones que lleva al cuello la Virgen del Tepeyac (insertos, además, en el collar o cózcatl con que los antiguos mexicanos, en su infidelidad, representaban la vida naciente, esa misma que Guadalupe lleva en su virginal vientre) es la cruz de Cristo. Es Jesucristo quien es nuestro escudo; Jesús es nuestra salud.
Difícil es no pensar en esto ahora que en nuestra ciudad capital las ventanas iluminadas de sus altos edificios, abiertas a la esperanza, dibujan monumentalmente la palabra “Fe”, ante la epidemia mundial del Covid-19. Muy relevante, pues a la hemorroisa que se aproxima para tocar apenas el borde de su manto, Jesús le dice: “Ten ánimo, hija, tu fe te ha salvado”. (Mt 9, 22). O para decirlo con palabras del Nican mopohua, en clave de María de Guadalupe, camino seguro para llegar a Cristo: “No temas ésta ni ninguna otra enfermedad ni cosa alguna que te aflija”.