En época electoral, rechacemos de una vez por todas los discursos vacíos que sólo buscan complacer nuestros sentidos prometiendo justicia. El mejor candidato no es el que acomoda su discurso para hacerlo “coincidir” con nuestros intereses, sino el que usa una retórica verdadera para dirigir las mentes y acciones de los ciudadanos en busca del bien común.
“Arte de elaborar discursos gramaticalmente correctos, elegantes y, sobre todo, persuasivos. Arte de extraer, especulativamente, de cualquier asunto cotidiano de opinión, una construcción de carácter suasorio relacionada con la justicia de una causa, con la cohesión deseable entre los miembros de una comunidad y con lo relativo a su destino futuro”.
Así define la doctora Helena Beristáin a la retórica. En una versión sintética, podríamos describirla como el arte de usar el lenguaje correctamente con fines persuasivos; sin embargo, el uso del adverbio correctamente es lo que, en primera instancia, se presenta como punto de reflexión y discusión. Empecemos por aclarar que la retórica no tendría que ser correcta sólo por el uso adecuado del lenguaje en términos meramente gramaticales, sino también por una condición más seria: la de su relación con la calidad moral del orador.
En política, y más aún en el contexto actual de elecciones presidenciales en nuestro país, la retórica debería atender a un uso claro y ordenado del lenguaje, pero sobre todo tendría que estar en función de legitimar como candidato presidencial no al hombre o a la mujer que nos “pareciera” buena persona, sino a quien realmente lo es, alejándose de las apariencias para ofrecer certezas que se traduzcan en acciones concretas.
En este sentido, la retórica por sí misma no es buena ni mala sólo por sonar convincente; más bien, se trata del uso que se haga de ella y de la condición humana y ética de quien lo haga. En su obra Gorgias o de la Retórica, Platón define a la retórica desde dos puntos de vista: el de la adulación, que califica como una “práctica rutinaria, falaz, engañosa, innoble y cobarde que, para seducir, emplea las farsas, los colores, el refinamiento y los adornos”; mientras que, desde el polo opuesto, el filósofo habla de una retórica verdadera, honesta, mediante la cual se trabaja para formar mejores ciudadanos, y se proclama lo que resulte ventajoso para el bien común.
Ante las próximas elecciones, informémonos y ocupémonos de que se haga un uso de esa retórica verdadera que contribuya a combatir de frente a la corrupción y cumplamos nuestro derecho y obligación de sufragio, asumiendo la responsabilidad que nos corresponde sin dejar en manos de cualquiera la toma de decisiones que nos conviene a todos. Porque el mal no sólo radica en ser ignorante de los problemas, sino también en tener conocimiento y conciencia de ellos y, no obstante, ceder ante la injusticia con tal de no ser privado de lo que nos es cómodo.
Asumamos que la solución de los problemas de toda una nación no está en el poder de una sola persona o del equipo que ésta designe para apoyarle. Asumamos la necesidad de exigir. Asimismo, practiquemos una buena retórica, aquella que invita al diálogo y al uso de la razón sobre la emoción, porque ello favorece nuestra madurez como mexicanos.